Con
trampa en las palabras, hay quien llama “conflicto” a esa maldita invasión, a
la muerte y a la ruina.
Y
pensar que esas desgracias ya no correspondían al tiempo de ahora ha sido
querer distraerse peligrosamente de los antecedentes de estos años; de ese
inocultable componente depredador que incluye, y no siempre se queda latente,
el ADN ese del que tanto se habla.
Lo
que contemplamos con estupor y miedo es esta realidad de una bestia cavernaria,
un pez grande que salvajemente se come a un pez chico. No estaría de más que se
le indigestara.
En
asamblea magna, a todos nos ha interpelado Borrell hace unos días, de manera
concisa, firme y nítida. No deja escapatoria ni a los imbéciles ni a los
malparidos. Tampoco a los remolones del disimulo.
Conque,
a retratarse.
Cara
de circunstancias, ramplona verborrea estéril, los bustos parlantes de nuestras
televisiones preguntan obviedades inservibles a las personas valientes que en
Ucrania permanecen defendiéndose, víctimas ejemplares, cuya desolación y
desesperanza están dando la medida de nuestra bochornosa impotencia.
Y
claro, ni acordarse ahora de los otros rotos que siguen sin reparar, hay que
joderse.
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