Estoy haciendo pruebas.
Contra las añagazas del Internete.
Malicio huidizos recorridos, sesgos repentinos,
cambios experimentales en mis más familiares jugadas con ese endemoniado
ajedrez que siempre me desborda. Si bien admito cierta dependencia que mis
propios caprichos de orientación suicida han ido acumulando en estos años,
íntimamente reconozco nuestra recíproca aversión, la insatisfactoria
divergencia de espíritu (si las máquinas, todopoderosas aunque miserables, lo
poseen) que nos distancia: más diría, que nos opone. Esa especie de
incomprensión mutua que aflora enseguida cuando, y siempre de manera aprensiva,
intentamos una diplomática aproximación.
Nuestra relación (pedregosa como el habla
de mis antepasados de Puente Genil) erizada de agravios de ida y vuelta,
salpicada de desencuentros, malos entendidos y sinsabores, dista
escandalosamente de ser, no digo ya fluida, sino meramente aceptable en términos
de elemental funcionalidad.
Preveo una larga cadena de reveses cuyo
final, ya escrito en páginas lóbregas de nuestro aciago destino, nos abocará a
extremos impensables de violencia, a tumultuosas disputas y a un residual y
postrero desdén que servirá de colofón a nuestras desgracias incomparables.
Sé que mi pulso contra la máquina es
perdedor. Pero lo siento decidido, firme, como lo fueran los espartanos en las
Termópilas; y sucumbiré con honra, mientras mis despojos a mis deudos regresan
sobre el escudo.
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