Entré por la cocina y, al asomarme al porche, allí estaba posado sobre el primer escalón, con solemne, arrellanada, desentendida, monárquica serenidad, ni que fueran éstos sus dominios indiscutibles. Y no vayáis a creer que, por su sorpresa al verme, salió disparado en fuga: antes bien, con moderado paso emprendió una retirada que, sobre todo, era un amago de prudente y estratégico gesto, algo teñido incluso de displicencia.
Convencido de que sería inútil, pero aun así, por un resto de disciplina y respeto de mí mismo, di la vuelta por el jardín, soslayé, en su pasillo exigente, al "Cochecito de los recados" y me asomé por encima de la valla trasera.
A dos metros y en paralelo se había detenido. Y encima se acercó, como entre amistoso y pidiéndome cuentas. Nos quedamos mirando recíprocamente, de hito en hito; instantes después, sin dejar de reconocer su encanto (gris y blanco, el pelaje, ojos seductores de verde faro) y casi sonriendo, me decidí a romper el hielo y le hablé (la soledad conduce a comportamientos excéntricos): "Eres un sinvergüenza".
Ahí, como algo tocado de una improbable contrición medio burlona, se dio la vuelta para refugiarse debajo de un Audi.
No creo que tenga más de dos años. Y, por su juventud, imposible sería que conociera la canción que, entre las de Amor y sátira, escribí a modo de glosa de las desenvolturas y peculiaridades proverbiales de su especie. Son un caso de frescura.
❤
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