Mientras erige sus ficciones interpuestas y sus pedagogías admirables (con ese resplandor, visible o recóndito, de honda y poco o nada vanidosa sabiduría que siempre esmalta sus obras), Fernando Quiñones, en "La Visita", nos traslada "aquellos seis raros versos árabes anónimos":
Se precipitó todo, se incendiaron
en la noche tus ojos como estrellas,
las rosas en el vino, las palabras
en nuestras bocas. Todo se inflamó
menos aquello que debía inflamarse.
Mi triste miembro inerte.
Esa lectura (que reviso de nuevo ahora, en las entreveradas armonías casi conyugales del porche, al compás de tus personalizadas adaptaciones y reformas de diseñadora), de refilón me trajo a la memoria la ocasión de un desencuentro a cuyo confuso y fracasado desenlace debió llevarme una imprudente y todavía inexperta joven madurez y el bobo espejismo que exageraba la leyenda de las miradas magnéticas entre cofrades del compartido signo zodiacal.
Porque, mea culpa, no encontré debajo de aquella ropa apenas una estructura que pudiera encender mis deseos y que evitase el desolado papel que interpreté en tal coyuntura: el patinazo (y el otro "azo" también, vale) que hoy puedo evocar con cierta niebla piadosa y con la modesta serenidad de que semejante desconcierto jamás volvió a presentarse en lo que fueron, lejanas ya, fugaces andanzas del camino.
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