La última Navidad había puesto a prueba de modo exigente
y nada dulce su capacidad de aguante.
La salud se quebrantó; la crisis sentimental dejó su
quemante huella, y subrayó, si más cabía, la inimaginable dosis de soledad, de
aislamiento que con preocupante frecuencia marcaba de forma cíclica su vida.
Ni siquiera la gastronomía que proverbialmente
protagoniza esas fechas superó un borroso nivel de inercia adocenada, de apaño
sin notables, complacientes deleites del paladar.
Lo encajó todo como pudo: se atrincheró en su caparazón
de cangrejo ermitaño, paradigmático ejemplo del proverbio que sostiene que a la fuerza, ahorcan; se retroalimentó
con vivencias y recuerdos de los momentos, de las épocas florecientes de su
vida. Conservó la prudencia y mantuvo razonables cotas de ingesta etílica.
Recurrió nuevamente a las lecturas, algo menos a la música. Mantuvo la atención
indispensable a los vehículos.
Continuó.
Y ya cerca de abril, un día de compras en el supermercado
(tan bonito) tradicional y sureño, reparó en una estantería que seguía
ofreciendo, como a destiempo, las suculentas tentaciones de Estepa. Ni un
segundo tardó la decisión en cristalizar.
Ahora, los mantecados artesanos y la copa helada que
recibe el Cointreau, con un dejo de rebeldía iconoclasta muy señalada en
ciertos eslabones de su genética, confieren a su sobremesa la apariencia
anacrónica de unas fiestas difíciles, pero que irán quedando atrás.
¡ATRÁS!, Diego dixit.
Ánimo amigo y... ¡Feliz Navidad!
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