domingo, 22 de marzo de 2015

Supervivencia



La última Navidad había puesto a prueba de modo exigente y nada dulce su capacidad de aguante.
La salud se quebrantó; la crisis sentimental dejó su quemante huella, y subrayó, si más cabía, la inimaginable dosis de soledad, de aislamiento que con preocupante frecuencia marcaba de forma cíclica su vida.
Ni siquiera la gastronomía que proverbialmente protagoniza esas fechas superó un borroso nivel de inercia adocenada, de apaño sin notables, complacientes deleites del paladar.
Lo encajó todo como pudo: se atrincheró en su caparazón de cangrejo ermitaño, paradigmático ejemplo del proverbio que sostiene que a la fuerza, ahorcan; se retroalimentó con vivencias y recuerdos de los momentos, de las épocas florecientes de su vida. Conservó la prudencia y mantuvo razonables cotas de ingesta etílica. Recurrió nuevamente a las lecturas, algo menos a la música. Mantuvo la atención indispensable a los vehículos.
Continuó.
Y ya cerca de abril, un día de compras en el supermercado (tan bonito) tradicional y sureño, reparó en una estantería que seguía ofreciendo, como a destiempo, las suculentas tentaciones de Estepa. Ni un segundo tardó la decisión en cristalizar.
Ahora, los mantecados artesanos y la copa helada que recibe el Cointreau, con un dejo de rebeldía iconoclasta muy señalada en ciertos eslabones de su genética, confieren a su sobremesa la apariencia anacrónica de unas fiestas difíciles, pero que irán quedando atrás.

¡ATRÁS!, Diego dixit.

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