Le dijo, porque era ya dolorosa evidencia, que estaba
enfermo de deseo por ella, que nunca había sentido un tirón tan fuerte de lo
que, con matices diversos, andan llamando amor.
La mujer, insegura, indecisa, dudaba. No se resolvía a
corresponderle, sujeta a eso de las responsabilidades,
que también habrían podido ser prescindibles y que sólo estaban apuntalando la
ficción de “un sentido, una utilidad” en su vida, tan injustamente cruzada de
las exigencias que la empujaron siempre a “darse a los suyos”, cediendo en
todo, postergando iniciativas que se referían a sus personales, naturales,
legítimas querencias.
Pasó el tiempo; se fueron desperdiciando las
posibilidades, la luz, el impulso que aquella pasión llevaba en el ADN.
Conocí de primera mano la pena atroz de ese desencuentro.
¿Sabéis el dicho aquel de “eso no tiene perdón de Dios”?
A veces, es tan verdad…
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