El relativismo es como la cosa esa que sintetiza el “todo
vale, el libro de los gustos está en blanco y qué sabe nadie”. Por junto.
A partir de ahí, en una sociedad que se pretende de elástica
democracia, los “fans” visitan la tumba del siniestrito y posudo cantante que
fue de los Doors, los lugares de Elvis, o los numerosos mausoleos en los que
procuran reposar con mayor o menor
autenticidad los restos mortales de Napoleón, por ejemplo, los muy
controvertidamente repartidos de Cristóbal Colón y un casi infinito etcétera de
importantísimos y reverenciados fallecidos.
Peregrinaciones o romerías o turismo por medio, se llaman
“restos mortales”. Los hay en cenizas, controladas o ya dispersas, y los hay en
materiales que, sin mayor remisión, el tiempo y los demás factores van a ir
desintegrando, desbaratando por mucha momia que se organice, para que quede
claro (Baltasar Gracián, Valdés Leal) que lo que de verdad cuenta, y mucho, son
las obras “por las que los conoceréis”. Que lo venerable, respetable,
admirable, está ahí.
Conque esto de, unos siglos con otros, andar excavando
tumbas y removiendo e investigando huesos, con tan discutibles y precarias
conclusiones y resultados de lo que es, además, un propósito de mera
comprobación, no deja de ser también un empeño algo estrafalario de desvarío
que, vestido con diversas retóricas, servirá a intereses de laboriosa
explicación, ajenas vanidades, inercias no del todo intocables.
Repito que los hechos y las luces que (para nuestra
ilustración y enseñanza, para nuestra gratitud y aplauso) dejaron Cervantes y
todos los demás por los que Sodoma y Gomorra van a salvarse, son por fortuna lo
que no perece; lo que inapelablemente deberá ser conservado, aprendido y
transmitido en, por y para nuestra inteligencia; y en, por y para nuestro mejor
amor y nuestra consideración.
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