Cuando se propuso reducir tallas, bajar de peso, con ese
empeño heroico y cuyos resultados de todos modos no podrían pasar de relativos,
no reparó en por lo menos dos consecuencias de la tal decisión que, ahora en el
invierno, se ponen de manifiesto evidenciando cuántas ingenuidad e imprevisión
pueden quedar en cualquiera de nosotros.
Y eso que los documentales de la 2 habían reiterado
expresamente el efecto protector de la grasa como aislante térmico en las
focas, los osos polares y otras nobles especies también animales, singularmente
conectadas con entornos de clima frío.
Claro que lo mensurable, en el concreto asunto de
referencia, guardaba muy menores proporciones: que Cádiz no es el Polo, a Dios
gracias, ni diez kilos menos son para tirar cohetes. Aun así, notó la nada
insignificante disminución de la cobertura.
Al menudo asombro, a la inesperada sorpresa, se ha
seguido la reflexión sobre la segunda consecuencia: la compañía de suministro
eléctrico correspondiente está de enhorabuena porque, contra la proverbial
sobriedad del contador, el consumo de energía en la calefacción marcará en las
facturas venideras un insólito aumento que “te vas a enterar de lo que vale un
peine”. Me refiero a las eléctricas, que todo el mundo sabe lo consideradas y
nada usureras que son con el cliente.
Ahora contempla con sesgada cautela y ánimo confuso el
surtido de Estepa, mientras Belcebú esgrime sus afiladas mañas por Navidad.
¿Cómo os diría…?
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