Casi 60 años hace. Y alcanzamos a conocerlo.
El camino entre dos aguas que venía de San Fernando
(porque no había entonces puente para evitar esa vuelta a la bahía),
resolviéndose discreto y al tiempo inaugurando una avenida modesta de villas y
casitas discontinuas que podían mirar al mar sin estorbos.
Más o menos, que no demasiado, postín; otras, ni eso. Más
o menos, los tamaños. Difícil precisarlo ahora en el recuerdo.
Me traían aquí. Al mismo mar que ahora me acompaña. Yo no
pude saber, pero sí presentir, la atracción, el tirón que ahora me engancha: el
olor, el sonido, el color. El movimiento eterno de las aguas. La presencia, las
mareas (y a la noche, la luna como un foco de un musical años 30, prometiendo en
falso, ilusionando: “Baila para el loco
que te ama y te compraré un collar”. O algo así).
Villa Regina, Villa Extremadura, alguna otra. Casi
heroicas señales, restos de la resistencia. Quizá vestigios de los decentes
acordes postreros, del no venderse como sea.
Ya hace tiempo que todo se llenó de bloques. Verdad es
que había que ganar sitio como fuera.
Como fuera.
Menos mal que te salvan el aire encantado, la luz, única.
Las fachadas y patios neoclásicos al salitre. El no sé qué, Cádiz.
Es mentira que te quieran mejor los que, con folclore
falsorro, te llaman “Cai”, comiéndose las letras, presumiendo de una condición
cañí y un seudocasticismo que acaso tiene más de mercadillo y saldo que de
denominación de origen.
Descuidar el habla no parece una buena opción.
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