El daltonismo es una singular característica de la visión
mediante la cual, con finura que nos distancia de la adocenada y muy rutinaria
mayoría, vemos los colores secundarios o acompañantes con mejor relieve y más
predominio que los que tienen aquellos, a los colores me refiero, que tan
simplonamente, por su fácil evidencia, cualquiera percibe. Así somos los
daltonianos (el María Moliner lo ha preferido a daltónicos, más corrientemente
aceptado por las ignaras multitudes), aristócratas cromáticos, se diría que
poseedores de un privilegio que nos vincula quizá a visitantes de otros
planetas, infiltrados en el nuestro para su estudio y ática contemplación, y de
los que seríamos extraordinarios y sensibles descendientes.
Cuando con insolencia y burdo análisis se discute nuestra
especial manera de disponer de la nomenclatura y nuestro hilar fino, siempre he
subrayado la evanescente, mezclada condición de los colores, lo subjetivo de la
apreciación que todos hacemos de ellos, y la vacua prepotencia que suponen los
convencionalismos pactados y pastados por los grandes rebaños socioculturales.
En cualquier puesta de sol, las gradaciones darían para
discutir bizantinamente cuánto de oro, anaranjado, rosa, malva tiene cada borde
de nube, cada paletazo de Dios, ríanse del Museo del Prado, sobre el “cielo
azul que todos vemos y que no es cielo ni es azul, lástima grande”, etc.; el
instante inconcebible de la equidistancia en el tránsito de limón verde a limón
amarillo, que dos personas no señalarían de forma idéntica, etc. son próximos y
suficientes argumentos sobre lo que digo.
Pasa que la envidia, que nos pone tan verdes, está muy
extendida, masa descomedida e inerte, arenas infinitas del unánime desierto,
ejército de filamentos anónimos y hechos en serie, como electrodos de cátodo
frío, que el Señor se apiade de vuestras almas.
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