La
estructura de nuestra zona doméstica de lavadero tiene como cerramiento
superior una suerte de lucernario o mampara semitranslúcida cuyo material,
ligero e intachable en otros aspectos,
tiene en cambio obsesiva tendencia a multiplicar los efectos del sol
(luz, calor) tan característicos como disponibles aquí, en la provincia de
Cádiz.
Que,
en tiempos, una buganvilla paliara tales excesos, luego complicó los resultados
con una proliferación de envergadura y raíces nada viables, que determinó, no
sin melancolías, su poda y posterior tala.
Mimosos
como somos, nos ha venido preocupando -sin llegar al desvelo absoluto- el
impacto que esa realidad causaría en la joven lavadora automática. Poco a poco,
y conscientes del parco avío de un gigantesco quitasol de automóvil, la luz se
ha abierto paso en nuestro entendimiento y, tras largas deliberaciones y
consideraciones de proyectos alternativos y experimentales, la inventiva feraz
de Maritere ha culminado en la feliz adaptación de toldo (jubilado y procedente
de otra zona de la casa) que ahora, sujeto a preceptivos bastidores de madera,
adquiridos y luego cortados a medida en las dependencias clientelares de
popular centro prestigioso de “bricolaje”, y completados con hileras de
puntillas de sujeción, con cierta estética rockera/heavy, y pertinentes
alcayatas (en Madrid las llaman escarpias) de anclaje, da pie a gozosa sombra
protectora administrable y genera al tiempo una como intuición o sugerencia
evocadora de acampadas y cinematográficos “pic-nics”.
El
balance es considerablemente satisfactorio y evidencia el fantástico desarrollo
que, en tantos otros campos también, viene a medio aprobar en el examen a este
colectivo de bípedos implumes que llamamos especie humana.
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