En
teoría, la libertad de expresión es un derecho que debemos respetar e incluso,
a lo mejor, favorecer. Eso suena bien, saludable, adscrito al comportamiento
democrático.
Sólo
que hay, cada tanto, manifestaciones que, por ignorancia o por imprudencia,
etc., en vez de contribuir al asentamiento de ese objetivo, lo desdoran y
desmerecen.
El
ejemplo dado por la señora Guardiola, algunas fechas atrás, pone de relieve
cómo la excesiva euforia puede teñirse de intempestivo radicalismo, de una
soberbia infundada e inoportuna y de un equivocadísimo cálculo de la propia
capacidad y la realidad, que dificultan la cohesión y el equilibrio deseables
entre la madurez corporal y la mental.
Convendrá
a Feijóo y a sus planteamientos razonables, a la sensatez gallega que quiere
aportar y que le esperamos, una supervisión eficaz que se anticipe e impida a
sus colaboradores y subalternos (que sí, que estupendos y respetables) la más
mínima conducta de gallinero.
Sobre
todo por el insufrible superávit de gallinero que venimos soportando, un año
con otro.
Y
porque una buena orquesta debe tener solistas brillantes (ojalá Álvarez de
Toledo, Margallo, hay más), pero jamás permitirse el desorden; ni más de un
director y, como mucho, es de tradición, un “concertino”, de entre los
honorables profesores que la formen.
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