Cuando
Pedro el calamitoso, prometiendo engaños con toda la jeta, se hizo con la
presidencia, fiel a su acreditada granujería y en pago de apoyos y
connivencias, se volvió loco nombrando más ministros que nunca.
De
ellos (y ellas, venga, moninas, que el dilema preferente consiste en determinar
quién plancha, no tanto a qué hora), los más notorios han exhibido un largo
surtido de renuncios, torpezas y chapuzas; otros han sido casi invisibles:
¿alguien sabe, por ejemplo, qué labor ha desarrollado el tal Garzón?
Ahora
asoman rumores de remodelación, aunque la mejor sería una destitución en masa,
un “siniestro total” como en los partes del seguro del coche. Y para el “jefe
inmarcesible”, una dimisión de urgencia.
Pero
la gran tarde de toros que los aficionados con ansia esperan y necesitan, qué
contrariedad, no va a producirse. Queda agonía; y de fondo, la pregunta
interesante puede ser: ¿se van a ajustar, con buena memoria, las cuentas de
este desorden, el día que toque votar? ¿O sólo, con mansedumbre inerte, nos
amoldaremos a los sábados de lavadora?
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