Como si no tuviéramos bastante con la certidumbre pavorosa de que ninguno escaparemos de la muerte, y que para ello sobran las calamidades y las más variadas fórmulas, la bárbara especie humana ha inventado la guerra.
La ambición y la estupidez de los gobernantes y la codicia explotadora de los mercaderes (el poder y el dinero) se encargan casi siempre -- incluso con teorías, pretextos y subterfugios de hipócrita disimulo -- de prender la mecha, de paso que encandilan al personal con llamadas a diversos resortes que anidan en el consciente y el subconsciente, listos para ser, por desgracia, activados.
En medio de ese desastre, todavía queda lugar para el fatalismo, el heroísmo y un peligroso y fascinante mosaico de dignidad, sentido del deber, disciplina y otros ingredientes que los lobos suelen con cinismo rentabilizar, para que siempre los corderos sean las víctimas (por millones) del ritual.
Claro está que no acabamos de escarmentar. Para que pensemos en nuestra condición, entre otras cosas, Sam Mendes filma "1917" que, con el rigor y la seriedad correspondientes al tema, nos deja absortos, rebeldes e impotentes y pone de relieve la sinrazón impresionante que en tantos lugares y tiempos prosigue aplastándonos.
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