Ya era fácil de ver que te llevarías la gloria del triunfo, el laurel de los aplausos y la colectiva admiración.
Tocada la fibra más burda y rosa de la audiencia, tus andanzas, tus desplantes inconsecuentes, el culebrón que has fabricado con tu antojadiza calentura y la dulzarrona mezcla de ternura de ficción y de embobamiento (que desmentía una cólera vociferante cuando tus caprichos encontraban oposición), no era posible que nadie te disputase con ventaja el enroscado mirto y el mármol del más alto escaloncito en el podio.
Las marujonas de ambos sexos te han elegido como musa y reflejo de sus ansias frustradas, de sus cobardes resignaciones; han volcado en ti el simbolismo de sus ensoñaciones, haciéndote cifra del logro vicario que compensaría tanta renuncia, tanto acumulado adocenamiento.
Así que, nunca tan boquiabiertos como tú, ya íbamos a preguntarnos cómo llevarías el peso de la púrpura, esa responsabilidad de estandarte precursor de tan "eminente y lúcida", numerosa cofradía, cuando hemos contemplado con amarga estupefacción tu impío, aunque previsible, giro de veleta pedestre, el chasco mayúsculo que has propinado a la masa, a tus más entusiastas valedores, dejando a tus tontos útiles con la cara de pardillos (¿o redomados tunantes?) que al tramo final del estúpido vodevil no podía menos que corresponder.
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