En creciente tropel van acudiendo,
más confiados, sí, cada mañana
al rito gratuito que sucede,
al desayuno, semana tras semana.
Están a veces, con sus vuelos cortos,
como incitándote con impaciencia:
el gigantesco, inexplicable ser
en bata azul marino "de por casa",
que para ellos va a dejar caer
unas migas de pan de estricto molde
y, al retirarse al porche,
va sintiendo, espontánea, la sonrisa
que se camufla en la barba frondosa
y el mostacho erizado y conde-duque,
como aquél de Olivares.
Asumiendo, abuelete sin nietos
y no mucho que hacer,
que estos actos presentes
no parecen de mucha utilidad,
sabes que, en la memoria,
guarda el archivo los trazos y lances
de unas andanzas que, en rigor, consienten
alguna gratitud hacia la vida
y su rosario (¡vaya!) de discretos,
y puede que no tanto, aconteceres.
-- Hipocampo, ¡quién te lo iba a decir!
-- ¿A que sí?
María hace lo mismo cada mañana, ante la estupefacta mirada de su perrita Bombay (que así se llama por ser hija de Gin, ya ves la fiel afición a la ginebra)que no alcanza a entender por qué no son para ella esas miguitas.
ResponderEliminarPionono observa, siempre complacido.