Teniendo en cuenta que se trata de una
cuestión de sentimientos, enseguida se transita por terrenos resbaladizos y aun
pantanosos.
Y desde luego que la desvergüenza
implícita en la estafa no sólo es de considerables dimensiones y de truculenta
hechura sino que también tiene antecedentes en un estilo de picaresca
tradicional, teñida de macabro color. Y que hay fraude y algún otro delito de
los que enumeran con profusión y acierto nuestros códigos legales.
Pero cabe preguntarse (siendo plausible
la libertad de elección individual y familiar) hasta qué punto no sería
preferible aceptar que la muerte verdaderamente nos iguala (con toda la
filosofía, la religión, las artes y especialmente la literatura desarrolladas
al efecto) y que bien podríamos, para ese momento ineludible, renunciar a
señalarnos las presuntas y ya inútiles diferencias con las calidades de acabado,
diseño y lujos que el catálogo ofrece, siempre resueltos en dinero, en precios,
en tanta pompa fúnebre que, encima, se va a quemar en el incinerador,
llevándose de una vez para siempre todas nuestras impresentables y
extemporáneas vanidades.
Quizá un féretro sobrio, modesto y funcional
– que en ningún caso promueva la infame tentación de la codicia – sea el mejor
refugio postrero, la medida ajustada de nuestro definitivo escarmiento, la
sabia advertencia de nuestra humilde condición de arcilla.
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