Invicto es el no vencido.
Invencible, el que nada ni nadie podría
someter.
Ni uno ni otro, términos que me vengan
jamás de molde. Pero hay una sensación inocentona de poderío cuando se viaja a
Cádiz en autobús y se contemplan las salinas, los canales ahora bordeados por
una densa floración silvestre y amarilla, y se siente un empaque de dominio
sobre los automóviles, que ruedan con menor estatura, más bajitos, claro.
En las tiendas de ropa pregunto por
obsoletas prendas que ya no se consiguen, quizá ni se fabrican, a estas
alturas. En las zapaterías, grandes titubeos, enorme falta de aplomo, modelos
anodinos o directamente adscritos al adefesio, al diseño hiperbólico y
monstruoso, inexplicable.
En el puerto hay un barco grande (el
Aida) de pasajeros, que sigue la moda contemporánea de parecer un bloque de
viviendas, de muchos pisos.
Tres, cuatro horas (¿gafas, relojes y
baratijas?: nada), dos camisetas (hueso, gris), frío que pela. Cedo – no te
alarmes – a un Canasta Cream; con chicharrones. Y, consecuente con el lema
turístico/municipal, recojo al Z que me esperaba aparcado y algo atónito junto
a Andalucía de Pinturas, admitiendo lo confortable de recuperar mi recóndita,
convicta, concentrada condición de conductor.
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