Vaya por delante mi desolada certidumbre de que nos ha tocado vivir unos tiempos en los cuales el "listón" de la calidad, en demasiados asuntos y personas anda bajo; y que tampoco veo prudente "poner la mano en el fuego" por nadie, de frágil arcilla inconsistente unos y otros, unas y otras.
Pero aunque así sea, una cosa es el señorío (bien que te lo puedes permitir con el respaldo de tu profesión cualificada y seguramente labrada a pulso, y refrendada mediante exigentes filtros y oposiciones) y esa sensata decisión de volver a lo tuyo, descartando con sobrio desapego las tentadoras y legales prebendas a las que ninguno (menudos son) se niega.
Y otra cosa es lo otro: lo que jamás te van a perdonar los pringosos igualadores a la baja, los incansables acezantes, ansiosos trepadores de la cucaña; los envidiosos, principales reos de esa misma torcida condición suya; los trincones que a nada material renuncian; los empleados desleales, falsificadores de la verdad y mutantes por capricho a criadas respondonas, un tufo permanente de insolencia y grosería; y los patéticos, cuyo histérico objetivo solamente se cifraba en "echarte".
Lo de la igualdad, en serio, es un camelo que sólo predican los fulleros. Porque, de momento, por mucho escozor que os produzca, chatines, sigue habiendo clases.
Lo suscribo. Ha sabido irse con dignidad, sin aspavientos y decidido a ganarse la vida trabajando, no en puestos decorativos y más productivos. Con su errores (bastantes) y sus aciertos (bastantes también), ha dado muestra de señorío (algo que no se compra en El Corte Inglés) a la hora de marchar.
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