Los
dos oían el sonido de las burbujas, agitando las aguas orientalonas que ciñen
las teselas, el gresite del que alguna vez acaso ya se ha hablado aquí.
– Cuando paren, fíjate, cómo se nota la diferencia.
– A mí me gusta ese sonido, de todas maneras.
– A mí, también.
– Lo impresionante va a ser cuando pare el mar.
Se
levantó él, de repente.
– ¿Dónde vas?
– A por un puto folio, respondió mientras la oía reír.
Porque aunque ese día no había tenido el ánimo, en medio de todo aquello, percibía como una espontánea, y algo tirana deuda, una como responsabilidad de que sus curiosos y afectuosos receptores de señal no quedasen rozados de desamparo.
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