Pasándole el plumero por
sus vetustas telarañas, rescatándola de vez en cuando con bizarría de sus
ilustres desvanes arqueológicos, “El acorazado Potemkin” es emitida por TV.
En una de esas vueltas, uno,
que con involuntaria reiteración ha visto o entrevisto de manera fragmentaria
la escenita de la escalinata, siempre ponen ésa, claro, pasando por casualidad
con el mando a distancia, pilló al vuelo una vez, les juro, de qué se hablaba,
como en un instantáneo destello de adivinación. La grabé en “vídeo”, que dicen,
y fui a ver qué pasaba – de verdad – en esta cinta de 1925, cine llamado mudo,
es decir con música de fondo que no cesa, Eisenstein, mucha idolatría junta,
mucha mitificación, demasiado espectador boquiabierto, éxtasis proclive a la
inoportuna entrada de moscas.
Y que me vayan llamando
hereje o bárbaro, pensé, pero ojalá no sea un pasmo como solían las también
“genialidades” de Chaplin, plúmbeo y poco convincente sinvergüenza que plagió
con indecente falta de escrúpulos (los artistas auténticos procuran no hacer
eso, Charles, que ahí te pareciste a Ana Rosa) la música de un compositor
español, llegando a la desfachatez de firmarla como propia para incluirla en la
banda sonora de uno de sus filmes. Al
día siguiente, los peores temores se confirmaron: que ese panfleto
revolucionario, esquemático, simplón, primitivo, haya sido deslumbrante y
adorada reliquia de los más exaltados y rojillos, no da para obra de arte ni
poniéndole muchas ganas. Un cochecito de bebé, con bebé dentro, rodando
escalinata abajo entre el tumulto, es demasiado fácil truco para meter en un
puño el corazón de los espectadores. La gesticulación trasnochada y ridícula de
los personajes, lamentablemente inherente al cine de entonces, no disculpa el
gazapo de montaje en el que el pope del barco golpea su mano con un crucifijo
que tiene en la otra, en gesto nervioso que aparece repetido con manos
inexplicablemente inversas en el fotograma siguiente...etc. Demasiados metros
de cinta para reflejar un motín, una descomunal chichonera o bulla, unas
manifestaciones, un chorro de bielas, cilindros, piezas de barco, coys, quizá
se diga coyes, repletos de marineros rudos, pese a estar en brazos de Morfeo,
demasiados símbolos pretendiendo tocar resortes en rigor distintos de los
meramente cinematográficos.
El asombro de las pinturas
de Altamira no garantiza que sus autores fuesen los más finos de la tribu. Pues
lo mismo.
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