A ínfulas de clase supuestamente alta, a
encubierto fascismo de juguete, a “tontín à la plage” suenan aquellas
proclamas, oh, gloria inmarcesible, de los/las que presumen inexplicablemente
de usar una única colonia o perfume, no condescendiendo a otras promiscuas
deslealtades, no cediendo al pecado nefando con que el maligno tienta la
fragilidad de nuestras almas, o sea, ¿dónde
vas, Domitila, dónde vas?, ¿dónde vas con mantón de Manila, dónde vas?
En el entremientras, uno (que ni
siquiera es demasiado demócrata de toda la vida, como muchos de ellos/ellas)
recomienda con modestia la variedad, donde dice la sabiduría popular que se
encuentra el gusto, y discurre por la playa en la idea de que le van todas, a
las colonias me refiero, o casi.
Cinco décadas atrás, mi padre y yo
afirmábamos haber visto el libro de los gustos: estaba en blanco, color limpio
y aparentemente neutral donde los haya.
Lo que no deja de ser una salomónica
decisión, un ponderado y ecuánime reparto entre las “distintas sensibilidades”
que dicen nuestros queridos políticos, siempre tan ocurrentes, campechanos y
lamentables.
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