Estaba empezando la temporada. Pronto, los veraneantes
invadirían la zona; de hecho, los más impacientes ya iban dejándose ver, con
sus gorritas y atuendos postizos de deportistas transitorios y a veces patéticos.
En fin, un año más.
Y el último no había sido bueno: problemas de dinero, el
trabajo perdido, las deudas, apretando. Las discusiones furiosas con la “ex”,
flecos del divorcio inacabable.
“Y menos mal – pensaba – que no hubo hijos”.
Cada vez salía menos, dejó de tratar con amigos y fue
abstrayéndose en lecturas serias, en tratados abstrusos de temas dispares y
áridos que versaban principalmente sobre las dos guerras que asolaron Europa, y
lo demás, durante el siglo XX.
Se aficionó a las películas de Tarantino.
Y una tarde, se asomó a la terraza y, en dirección a la
playa, ajustó la mira telescópica del rifle. Había dos personas, dos
desconocidos, paseando.
¿Se nubló su vista? El pulso, desde luego, ya no le
temblaba como otras veces.
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