Mis
“blogs” se espacian ahora, se vuelven casi mensajes en la botella que un
náufrago echa a la mar, sin apenas propósito ni destinatario previsible.
Hoy
consulté la cartelera de las salas de “Las Salinas” (cines en Chiclana de la
Frontera), y seleccioné un “film” de
cuyo estreno había estado pendiente. Incluso curioseé por encima las críticas
que presuntos especialistas del ramo, aventureros temerarios, habían emitido
sobre él.
Nada
se debe esperar del juicio, del “olímpico desdén” con el que suelen impregnar
estos demiurgos sus opiniones, siempre veleidosas de exigencia y caprichos,
cuando por sistema ponen el listón alto para el trabajo de los que realmente hacen
cine, en tanto ellos ofician de oráculos/parásitos 2.0, retratándose así como
estragados y melindrosos espectadores, como “entendidos” que más que nada buscan
notoriedad con látigo de fariseos.
No
hay que hacerles caso. La película “Ferrari” es un bocado satisfactorio para
comensales de buena boca; y no digamos para los devotos del motor de combustión
y sus derivados. El estruendo de los bólidos enardece, la peripecia personal,
más o menos rigurosa en lo biográfico que sea, entretiene, Penélope borda su
papel de fiera italiana, discípula de Ana Magnani y todavía queda sitio para
hermosos paisajes y largas carreteras que se abren entre clásicas hileras de
árboles, herederas de una belleza que siempre (los italianos son gente listísima)
nos va a evocar la nostalgia del Imperio, sus mármoles y sus glorias.
Se
puede tener corazón de Ferrari, a pesar del color rojo.
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