Infinitos
instantes que vivimos, entendemos sucesivos (casi imperceptibles porque suele
faltarnos la reflexión sobre su realidad) nos construyen el Tiempo que
transcurre. (Es preferible escribir transcurre
que escribir fluye, que puede quedar
cursi, más pasado de moda que el miriñaque.)
Y
por más que se han formulado teorías acerca de que, operando en “universos
alternativos”, existen “tiempos” simultáneos, éstos parecen de problemática
explicación, no digamos ya demostración válida o suficiente.
Desgajados
así tales instantes, el misterio que asoma de inmediato puede ser su imposible
cuenta, y más, su incierta y azarosa interrupción en la vida de cada uno: por
sorpresa, no de verdad inesperado, que ya sabemos lo que hay, pero con el
estilo que dramáticamente llamaríamos “a traición”, ¿cuál es el instante que va
a señalarnos el descarte personal que se nos reserva? ¿Podría suceder, por
ejemplo, entre dos gestos cotidianos, triviales, como abrir la ventana para
ventilar la cocina y encender una lámpara?
Subdivididos
los instantes hasta lo vertiginoso, hasta lo inverosímil, ¿puede haber un final
en la fracción de instante que impensablemente se da para que el espejo nos
devuelva la imagen que acabamos de ofrecerle al colocarnos delante de él?
-¿Y esto se te ocurre porque, sentado en
el sillón del porche, andas mirando cómo agita el viento los árboles de
enfrente?
-Supongo.
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