De
entre las diferentes coqueterías que lo comprometieron y cuyo discreto disimulo
obtuvo fracasos considerables, no es la menor la observancia (semilitúrgica)
del pelo.
Fue
atreviéndose a dejarlo crecer, amparado en los ejemplos que, como todos los de
su generación, recibieran de una “nouvelle
vague” francesa que pronto cedería su liderazgo al empuje estético/social
que, actitudes incluidas, supusieron los jóvenes músicos ingleses y americanos
del norte (del norte de Méjico y el sur de Canadá, situémonos).
Ayudó
a ello la comprensión materna y la aceptación “a regañadientes en disminución”
que la paciencia paterna concedió a tal símbolo de independencia en los
criterios, a esa señal de rebeldía con minúsculas en su caso, que en los
jóvenes se iba extendiendo en los 60 del XX. Pero de antes, ya andaba marcado
por la fantasía y la estética heroica y convencional de los mosqueteros de
Dumas, favoritos en la lista de sus mitos y lecturas.
En
este año último, cuyos artificiales y tumultuosos fastos navideños vuelve a
rehuir, un corte drástico e inédito, aventurero y temerario casi, y la
posterior revisión de Maritere han arribado a una distribución capilar que
matiza con notable éxito el desgaste inevitable, proporcionando un estilo entre
Christopher Walken y Donald Sutherland, un corte, un aire, que deberá
salvaguardar, en orden a los deseables equilibrios emocionales, que tan frágil
consistencia vienen mostrando.
Feliz Navidad, Don Rodrigo.
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