Va
para un año (un año entero, y lo que te rondaré, morena) que, cuando tu cara
empezaba a hacerse famosa saliendo por televisión, aquí en casa te pusimos el
sobrenombre de “la abuelita”.
¿Por
tu vocecita cascada, por el alboroto del pelo como de acabarte de levantar de
la cama y apenas con descuido negligente pasarte el peine, por los ojillos de
mirar indeciso o lo siguiente?
El
caso es que, a medida que lo tenebroso de la situación fue yendo a más, la
broma se nos fue echando a perder enseguida, defraudados espectadores de esas
explicaciones trufadas de mentiras, contradicciones, renuncios, temeraria
ignorancia o redomada desfachatez, ingredientes posibles de tu receta personal.
Y
ahora sigues ahí, colocado, “sostenido y no enmendado”, faltaría más, por tus
colegas superiores, encargándote todavía (lo que es otra muestra más de lo que
hay) de contarnos unos cuentos tan increíbles ya como tú mismo.
Después
de las casuales camisitas para el calor del verano pasado, lo tuyo es ese
formalismo modosito y encantador de los jerseys algo deportivos, corregidos con
el detalle clerical de cuello y puñitos de camisa asomando escrupulosamente, en
esa medida exacta y preceptiva que tanto defendía Manolito Varela, entre otros
jugadores a dandismo alternativo de los 60/70.
Caperucitas
rojas (sólo en el color) desencantadas, nos preguntamos qué sueldo suculento te
pagarán por ser, por seguir siendo, uno de los fantoches del pim, pam, pum,
figura.
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