Estoy desolado. Los más firmes pilares, los cimientos de mis clásicas costumbres se desmoronan ante el avance, el asedio imparable de la modernidad.
Con grave sentimiento de culpa, admito haber sucumbido, hace algún imperdonable tiempo ya, al comportamiento proceloso que implican las compras por Internete, eso que los más despreocupados y licenciosos llaman sin cautela y con desenfado "ON LINE".
Será difícil, lo sé, remontar la carga de complejos gregarios y consumistas que ello supone; el vergonzante adocenamiento que, como pecaminosa adscripción, comienza a atraparme entre sus fauces; el sonrojo que experimento cuando recibo, de correos o de la agencia correspondiente, los artilugios, adminículos y zarandajas que previamente he encargado que pidan para mí mis dos gestoras de confianza (porque mi entendimiento con "las maquinitas" es víctima de rechazos e incomprensiones recíprocas de las que ya he dado a Vuesas Mercedes cumplida noticia)...
¿Como renunciar a la adicción, al aleteo de pueril importancia que entraña la llegada, esperada entre anhelantes zozobras, del paquete, del sobre, del objeto que se nos antojó de entre el laborioso catálogo, del tentador surtido, del libro inmemorial en el que Borges perseguía sin éxito, agotándolo, la página inconcebible y central en la que, por toda la eternidad, proseguían el infinito desdoblamiento y sus laberintos?
Se afilan mis cuitas. Mi fragilidad de pestañas e ideologías sufre una insidiosa progresión. Desconozco qué será de mí, qué mareas aún más escalofriantes me deparará el voluble Destino.
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