La expresión ya es de sobra llamativa, útil, casi un lema
(le dicen “slogan”, qué cosas) que hubiera diseñado uno de esos listísimos
artífices de la publicidad.
A ver. Primero convendría fijar alguna cosa, que no
estorbará en medio de la confusión y las manipulaciones al uso: la solidaridad,
la generosidad y el catálogo justo y benéfico de los Derechos Humanos son
conceptos, propósitos, aspiraciones indiscutibles. Menos los muy malos,
malísimos, todos estamos a favor. También están claros los deplorables factores
que suelen respaldar la desesperación de los marginados y de los explotados: de
esos comprensibles y motivados invasores, que ahora llamamos,
con menor crudeza y mayor eufemismo, inmigrantes ilegales.
De esa luz teórica, pasemos a la penumbra práctica.
¿Nos guiaremos por irrenunciables
principios? ¿Los llevaremos
consecuentemente al límite?
Si en vez de saltar las vallas 100, 500, 1.000 personas, con los mismos motivos saltaran 10.000,
100.000, 1.000.000, etc., ¿qué tenemos previsto?
Los pancarteros más vociferantes (cuya virulencia en la
reivindicación ya los está comprometiendo a tope), ¿dejarían que una sola de
esas personas marginadas penetrase en su domicilio, “pasando” de la doméstica
verja del jardincito en el “chalet”, o de la puerta en el descansillo de la
escalera en el bloque? ¿Y que luego dispusiera del contenido del frigorífico,
la ropa de los armarios, el gel de baño, tal como hasta el mejor cristianismo
recomienda, incluso ordena?
Igual son una panda de torpes, aficionados al ruido y las
algaradas, que ni siquiera se plantean el ejemplo como reflexión; o disimulan y
lo rechazan con la demagogia barata con la que intentan salvaguardar sus miserables
hipocresías.
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