Menos
lujoso que el bogavante de Dua Lipa. Pero, al César, lo que es del César.
Cuando
un mejillón (puesto en el tránsito de ser ingrediente, entre otros, de un
interesante arroz a la marinera) reacciona por sorpresa aferrándose a un trapo,
en movimiento repentino y reflejo o quizá todavía consciente, eso prueba en
primera instancia la frescura de su estado y lo reciente de su captura. Luego,
da que pensar.
Delicados
animalistas censuran con fiero rigor esa costumbre extendida entre humanos de
comer según qué. Sensibilidades exacerbadas, con más de melindre que de
coherencia, se niegan a bendecir una alimentación, una dieta que incluya la
ingesta de lo que nebulosamente describen como seres vivientes.
Que
no digo yo que la tolerancia excesiva que implicaría la antropofagia
(digresión: ¿tiene el feminismo una palabra equivalente que discrimine la
etimología del género?) sea de consenso universal ni mucho menos. Pero sin llegar
tan lejos, que falta no hace, discrepo de que sea inconveniente ceder al
tentador deleite del chuletón, el lenguado y otros ejemplos a la parrilla, por citar
casos elementales que bien pueden servirnos de orientación.
Por
una parte: si los cocodrilos, los tigres de Bengala y los tiburones dan en
comer otros animales sin sufrir complejos, ¿seremos nosotros más papistas que
el Papa? ¿Habrá psiquiatras que nos exculpen?
¿Qué
pensarán las algas, los tomates de Conil, las piñas de Bucaramanga, quienes
puede ser que tengan también su corazoncito y jamás han sido consultados al
respecto? ¿Qué bula arbitraria andamos repartiendo en nuestro egocéntrico
sorteo, en nuestros caprichosos desvaríos?
Y
por otra: a su favor me tendrán las sectas animalistas en lo referente al
consumo, que imponer las modas pretenden, de servir en nuestras mesas grillos,
saltamontes y otros bichos cuyo solo aspecto ya tiene tintes de repelente
peligrosidad.
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