Andaban
ufanándose de su “logro” los soberbios e insolentes informáticos que en su día
presentaron un aleatorio (y temerario, añado yo) final de la Sinfonía Inacabada
de Schubert, obtenido mediante una elaboración tecnológica que emitieron sus maquinitas
“dizque” inteligentes.
La
dimensión de la grosería espiritual de aquellos patanes de la sensibilidad parecía
difícil de superar, por más que otros mutantes sigan empeñándose en ello. Y
llamarle éxitos a aquel atrevimiento y manipulación demostraba el jaez de tal
cuadrilla que probablemente creyó posible suplantar el alma y el arte del
compositor, quien acaso en distintas épocas de su vida habría concluido la obra,
él mismo, de diversas y aun contrarias maneras, pero siempre con la fluyente
inspiración de la persona única e irrepetible que fue.
El
presente, y lo que trae el futuro, amenazan con estos desmanes, con esta
variedad del descaro de cuyos precedentes ya hubo un Avellaneda, con ahínco y
disciplina de escarabajo pelotero, que también osó rebañarle la gloria a
Cervantes y roerle los zancajos con las más bajas y ruines mañas usurpadoras.
La
costumbre de la piratería intelectual y las diversas modalidades de su
parasitismo, su deleznable frecuencia, no disminuyen un ápice su esencia de
repugnante delito y el vergonzante patetismo de quienes lo cometen.
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