Conscientes de la contundencia de su aspecto, que no es la más inofensiva de sus "armas de mujer", los responsables (directores, productores) le van encargando papeles de enérgica y arrasadora sabihonda capaz de fulminar a cualquiera que se le ponga a tiro, con sus implacables designios y maniobras.
De ese modo, la Chastain, doña Jessica, se abre paso en el cine contemporáneo y mayormente norteamericano, bordando sus personajes con un primor de acero inoxidable y de un frío polar que no podrían combatir ni las prendas de fibra más eficaces de "DECATLÓS", y dejando un halo de brillante peligro alrededor suyo de ella.
En "El juego de Molly" (que nuestros más bobalicones cosmopolitas no renunciarán a traducir como "Mollys' game"), insiste en ese diapasón pulverizando con engañoso, satinado y resuelto método cuanto obstáculo se le cruza, aunque la salvan puntualmente de su soberbia un estricto y asombroso sentido ético y la escena en que Kevin Costner, a la sazón su padre exigentísimo en el film, tiene con ella una sesión de recíprocas clarificaciones y urgente revisión psicoanalítica o así.
Con la dispuesta suficiencia con la que gestiona y se repone de las más sañudas palizas de la mafia de turno, y el desfile suntuoso del vestuario, la organización de alto nivel de las timbas, selecto bar incluido, no dudamos de que a la Molly/Chastain le queda cuerda creciente y dará mucho de sí.
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