Siempre va a recordar los movimientos precisos, metódicos, la lenta concentración de aquella escena: Jeremy Irons (el personaje que interpretaba), expiando en su retiro de penitencia la culpa de aquella fogosa pasión, de aquel desenfrenado vértigo de lujuria vividos con la mujer encarnada por Juliette Binoche, que provocarían el desenlace fatal, la muerte dolorosísima del joven de la trama.
Aquella escena del hombre ensimismado que corta en silencio los trozos de lo que representa una sobria, casi ascética colación de solitario.
A pesar del deterioro que los doctores han diagnosticado en sus neuronas (y del cual baraja motivos para descreer), no le falla nunca esa memoria, esa evocación, cuando ahora prepara con cierto esmero de abuelete los pedacitos de pan (regularmente cortados sobre una tabla redonda, con un espectacular cuchillo de cazador de monte) que constituyen el desayuno de esos "invitadillos" que, poco a poco, van volviéndose confiados feligreses habituales del rito.
Está amaneciendo, cuando escribe estas líneas; son costumbres sosegadas, lejos del mundanal ruido.
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