Con una urgencia de nada solapado encono, se han
puesto a la tarea de, por ejemplo, cambiarle los nombres a las calles.
Están obligados, les va en el sueldo, a resolver los
numerosos problemas verdaderos, las cosas serias pendientes y que la gente espera.
Pero se han puesto a lo otro, como que es lo que más o lo único que les
escuece.
Así que son, en la intención básica, similares a los
guerreros enlutados que (tomando pretexto de una religión falseada a su
acomodo) andan destrozando los museos en Oriente, para ver si de esa manera se
acaban la Historia y el mundo, y los comienzan ellos desde su particular cero,
como el que saca los filetes del congelador, para que se vayan descongelando “a
su aire”.
Las guerras – la reciente, las anteriores – se ganan
o se pierden; los gobiernos, tan trincones siempre, también. Y luego el tiempo
pasa. Y las “ideologías” se quedan moribundas, con un aspecto de hojarasca próxima
a la basura.
Pero son la vulgar indigestión de la derrota, el
rencor, la mezquina envidia, el odio, cuyos rescoldos atizan los renegados, las
cosas que, pudriéndoles el ánimo, los harán para siempre perdedores.
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