Todos los violinistas lo sabemos: una obra de Paganini es
lo más parecido a un examen pavoroso, a un campo de minas, además de un
prodigioso alarde de bellísima inspiración.
Y la joven Marrero (a quien hemos tenido el privilegio de
ver en TV por segunda vez) salva con primor los obstáculos, “glisa” con
delicado control, consigue limpios armónicos y “pizzicatos”, nos suspende al
desgranar con intención, dulzura, apasionamiento, las fermatas plenas de
digitación, los matices de intensidad, ritmo, color y expresión que el genio
(de quien se dijo que tenía pacto con el diablo) pródigamente sembró en sus
hermosas y virtuosistas composiciones.
Carla, un encanto de nombre, de rasgos, de gestos, nos
vuelve a dejar clavados de reiterada admiración, mientras (qué abismo de
diferencia) Rajoy y alguno que otro más, siguiendo la estela que iniciaran las
hipotéticas “tortas” de Juan José, extienden, con desafiantes llamadas a las
valentías/cobardías, el estilo O.K. Corral, que no deja de ser asombroso,
tantos años después de la “peli”.
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