Una modosa
señal, una reflexión, ni tan profunda; una anécdota que se glosa ante el
conocimiento general, extendido, que a cualquiera sin dificultad llega.
Con la
actitud asustadiza que a los conversos aconsejaba el disimulo, en tiempos
pasados -¿y no tan idos?-, los conejitos guardan silencio en sus madrigueras,
incluso cuando no es impensable que, al plazo que sea, la correspondiente y
personalísima inundación venga con “las peras al cuarto”.
Incluso cuando,
alternativamente y en azaroso descampado, los sorprenda e inmovilice la luz de
los faros de un automóvil que se los va a llevar por delante, qué lástima
tardía, cómo íbamos a pensar que a nosotros también; incluso cuando, en el
titanic que sea, ocurra que no había bastantes botes salvavidas, etc.
Si Almodóvar
no anduviese en sus cositas, acaso filmara, para pasmo de espectadores, un
documental que podría titularse, con permiso de la reminiscencia, “El temblor
de los conejitos”, si Hopkins y la Foster se dejaran.
No hay comentarios:
Publicar un comentario