De nuevo, la visita al médico, ese internista que lleva ya nueve años revisándome las averías generales y que, él también, acusa canas, desgaste dentro de un orden, menos veterano que el mío, claro está.
En el gabinete de las pruebas, la ayudante mide mi tensión, me pesa, hace el electrocardiograma de costumbre... y
-- ¿Hace Ud. deporte?
(La pregunta suena retórica y como inexplicable: lo mío es cualquier cosa menos lo que se llama complexión "atlética".)
Con el tono más reposado del que dispongo, contesto:
-- Sofá y lectura.
Me recomienda lo que todo el mundo sabe. Yo guardo un respetuoso silencio. ¿Cómo discutir, cómo oponerme a consejo tan bienintencionado?
Para no ser un completo desobediente, esta tarde me fui andando a la farmacia (45 minutos, ida y vuelta).
Pero ante lo inevitable -- la batalla final y fatal que hemos de perder --, me cuestiono (con imprudencia, lo sé), la utilidad del cansancio a fondo perdido, y más al fondo, la condición absurda de nuestras ilusiones.
Mañana, Dios mediante, tras los análisis prescritos, desayunaré en el bar de los churros, junto a la Delegación de Hacienda.
El Hipocampo añade:
-- ¡Serás folclórico!
Más besos
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