lunes, 24 de octubre de 2022

A la carta

 

Menos lujoso que el bogavante de Dua Lipa. Pero, al César, lo que es del César.

Cuando un mejillón (puesto en el tránsito de ser ingrediente, entre otros, de un interesante arroz a la marinera) reacciona por sorpresa aferrándose a un trapo, en movimiento repentino y reflejo o quizá todavía consciente, eso prueba en primera instancia la frescura de su estado y lo reciente de su captura. Luego, da que pensar.

Delicados animalistas censuran con fiero rigor esa costumbre extendida entre humanos de comer según qué. Sensibilidades exacerbadas, con más de melindre que de coherencia, se niegan a bendecir una alimentación, una dieta que incluya la ingesta de lo que nebulosamente describen como seres vivientes.

Que no digo yo que la tolerancia excesiva que implicaría la antropofagia (digresión: ¿tiene el feminismo una palabra equivalente que discrimine la etimología del género?) sea de consenso universal ni mucho menos. Pero sin llegar tan lejos, que falta no hace, discrepo de que sea inconveniente ceder al tentador deleite del chuletón, el lenguado y otros ejemplos a la parrilla, por citar casos elementales que bien pueden servirnos de orientación.

Por una parte: si los cocodrilos, los tigres de Bengala y los tiburones dan en comer otros animales sin sufrir complejos, ¿seremos nosotros más papistas que el Papa? ¿Habrá psiquiatras que nos exculpen?

¿Qué pensarán las algas, los tomates de Conil, las piñas de Bucaramanga, quienes puede ser que tengan también su corazoncito y jamás han sido consultados al respecto? ¿Qué bula arbitraria andamos repartiendo en nuestro egocéntrico sorteo, en nuestros caprichosos desvaríos?

Y por otra: a su favor me tendrán las sectas animalistas en lo referente al consumo, que imponer las modas pretenden, de servir en nuestras mesas grillos, saltamontes y otros bichos cuyo solo aspecto ya tiene tintes de repelente peligrosidad.

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