El
itinerario, la escala recorrida por Kate Winslet consta de numerosos e importantes
peldaños.
Mucho ha
llovido desde que se dejaba pintar por DiCaprio en aquella memorable versión
del hundimiento del Titanic, hecho histórico que continúa ejerciendo grandísima
fascinación y una como nostalgia melancólica irremediable. La lozanía del
personaje joven que ahí interpretó ha llegado, tras sucesivas “pelis”, tras
vicisitudes personales y profesionales, a cuajar en una interesantísima actriz
que encarna de preferencia papeles con molla dramática, de mujer con un
temperamento independiente, valeroso y capaz de grandes envites. Y sin perder
un ápice de su magnética seriedad y su atractivo, muy poco al uso, por cierto.
Encargándose,
para la ficción, de Lee Miller, a la sazón en los cines, vuelve a reafirmarse
como una excepcional intérprete poseedora de un carácter y unas dotes muy por
encima de lo corriente, de una manera, también personalísima, de lucir una
madurez y hechuras clásicas que no habrá quien las ose poner en cuestión. Lo demuestra
al pasar de una vida placentera, festiva y despreocupada (en el guion) al
compromiso intrépido con su pasión de reportera de guerra que antepone al
riesgo y al horror un impulso irrenunciable en el que vocación y profesión van
unidas. Esta Kate sí que sabe.
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