miércoles, 4 de noviembre de 2020

Un espectáculo recurrente

 

Aunque la funesta omnipresencia del virus haya arrasado con la práctica totalidad de los demás sucesos, el espectáculo de las elecciones en los Estados Unidos sigue siendo para nuestros informadores más o menos cotorros un recurso clásico, un suculento ingrediente de relleno para justificar su labor y los honorarios anexos.

Y con lo que tales comicios tienen de cine, más todavía. De modo que cunde una suerte de curiosidad embobada de asistentes sin vela a entierro ajeno, por más que gradualmente se manifiestan un cierto agotamiento, una sensación incómoda de que la hegemonía de aquel país (que, a pesar de sus errores y para sufrimiento de los envidiosos, supuso una referencia útil) decae, se degrada y ya no es la primera vez que, lo que parecía impensable apenas en el XX, asoman rumores indecentes de “pucherazo”.

A todo eso se suma la discutible talla de los contendientes. Trump – muy parodiado y descalificado enseguida por los “progres” del planeta – ha dado abundantes muestras de carácter entre astracanado y folclórico que muy poco favor le hace para el ejercicio de un cargo de tanta relevancia, poderío y peso internacional. Y el señor Biden exhibe un aura de fragilidad provecta, cuando se atreve al trotecito corto y desmayado para subir a la tarima de sus “mítines” (perdón por el palabro) que produce un punto de alarma y de duda acerca de su deseable energía para el tal cargo que decíamos.

Es difícil esperar de ambos que tengan éxito comparable a los “influencers” (vaya día que llevas) que infectan el caudaloso Internete. Y, “si me queréis, darse cuenta”, en casi nada podríamos compararlos con los Kennedy, Nixon ni Reagan que los jovenzuelos desdeñosos de hoy desconocen.   

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