Como de
manera natural, voluntaria y agradecida se corresponde a una cariñosa y cortés
invitación (y más, si de nuestros “niños americanos” se trata) hemos concurrido
hoy al experimento del menú/degustación que en un local gaditano condecorado
con estrella michelín se ofrece con cierta presuntuosa impunidad y muy mediocres
resultados.
Tenemos ya
demasiadas referencias de estos sitios que, bajo capa de supuesta sabiduría y “vanguardia”
gastronómicas, encandilan a los “snobs” (y sólo porque éstos, boquiabiertos de
admiración lela, se dejan y aplauden el timo).
El servicio
fue lentísimo, con la coartada litúrgica de dar al comensal un tiempo de
reflexión y apreciación de unas “maravillas” que no lo fueron; las explicaciones
no solicitadas de tradicionalismo y arqueología pobremente históricos, intentaron
sin éxito predisponernos a favor de las minúsculas muestras de quizá prolija
elaboración pero frustrado y discutible encanto; la vajilla, algo atípica, mas
no en exceso ocurrente; la decoración, la iluminación del restaurante, barata y
poco solvente, incluso con su pretensión minimalista…
Colar
-intentar colar- como finura y trato delicado y audacia aventurera y elitista
(con dejos de estrambótica superioridad) lo que no es sino corriente tontería,
no sedujo nuestro criterio ni nuestro paladar, de suyo independientes y
curtidísimos.
Por cierto,
las briznas del atún (insolentemente comparado con el jamón ibérico) que el
camarero/”chef” corta con largo cuchillo y va sirviendo con parsimoniosas
pinzas mientras habla casi encima, deberían protegerse y protegernos con alguna
meritoria mascarilla, por más que el covid ya apenas se recuerde…
Para todo eso
(no hace falta más) ya venimos padeciendo un larguísimo siglo de “arte”, que
sobre todo es, y solamente, ni siquiera abstracto: abstruso.
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