En lo que, sin
presuntuosa temeridad, puedo denominar supermercado de mi frecuentación, me
asalta en estos días la tentación de los mantecados y similares navideños, que
ya anticipan su incitante, insoslayable seducción como si de un desembarco
ilusionado en Normandía se tratase.
Advierto el
componente descaradamente mercantil que implica precipitación tan insolente, si
con rigor nos atuviéramos a los más sosegados meandros del calendario; pero es
-y no el menor- síntoma de estos tiempos irrespetuosos, que la senda general
ande a menudo desbocada, retratándonos de paso en lo horteras y decadentes que
nos han ido empujando a ser y, ante cuyo abuso, con debilidad manifiesta, algunos
procuramos plantar cara aun a sabiendas del descalabro que el Destino impío nos
tiene reservado.
Por el
momento, he rehusado someterme a un anzuelo así de burdo, postergando para más
adelante la rendición incondicional y contrita que habrá de derribar mis
torres, poniendo en evidencia esta morbosa, frágil, consecuente en su fracaso,
condición de goloso celeste y sin remedio.
Que estemos
en Santa Teresa, en nada menoscaba la melancolía de esta reflexión que el
Hipocampo siente florecer desde sus más intrínsecas alboradas.
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