jueves, 6 de noviembre de 2014

En el fragor interno,



en la impía lucha interior que zarandeaba su ánimo por mor de aquel exigente y masoquista designio, contempló (con más incredulidad que confianza, con su congénito carácter que tendía a un escepticismo radical e incluso sesgadamente teñido de veleidades iconoclastas) el no discutible descenso, en fatigosos y crueles peldaños, de aquella atalaya que con metáfora podía compararse con la columna del iluminado que otrora inspirase al rebelde cineasta y que, expuesta a todos los vientos del desánimo, de la ambición, del destino trágico de los ícaros y dédalos condenados sin posibilidades de apelación, había sido la mensurable realidad de que siempre “en el pecado, llevamos la penitencia”.
Observó la báscula delatora que, con descarnada actitud de la más artera “ritasinanestesia” desnudándose del largo y sádico guante de raso, haciendo sangre diaria, medía las variantes, las oscilaciones, los logros y victorias, los cobardes y fracasadores renuncios y vergonzosos retrocesos de aquel calvario.
Admitió: diez kilos menos. Y, aun sabiendo que la vanidad es uno de los más eficaces despeñaderos, formuló en silencio una colosal bravata que sabía imposible:
Nadal, voy a por ti.
Y, de paso, había emitido el blog del día.        

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