miércoles, 3 de septiembre de 2014

Desapariciones y permanencias



A esas horas, y aparte de la brigada de limpieza, era rarísimo ver a nadie a lo largo del trayecto cotidiano que se había trazado para andar y “mover el corazón”. Alguna vez, una pareja, o unos colegas extraviando los restos de la madrugada.
Por eso llamó su atención verlo sentado allí, a pocos metros del agua, como si se le hubiera acabado el mundo. Solo del todo.
Continuó el paseo y a la vuelta sintió en el empeine y el tobillo del pie izquierdo una especie de calambre, un pinchazo. Se detuvo a esperar que se le pasara y entonces observó al tipo de antes, al solitario que, quitándose ahora la ropa, iba derecho al mar.
(Hay momentos en que bastan una coincidencia de tiempo y un pálpito curioso y ni te crees lo que pasa.)
El hombre era buen nadador y pudo verlo bracear bien, con decisión y técnica, mientras avanzaba entre las olas. Clareaba bastante el día. A los quince o veinte minutos ya no lo vio más. Se había olvidado del calambre y siguió allí, pasmado o incrédulo, como otra media hora.
Pensó buscar a la patrulla de la policía municipal que hacía rondas periódicas; pensó: Qué sabe nadie. Al rato, echando una última mirada al puñado de aquella ropa abandonada en la arena, reanudó su regreso.
Utilizaba los siempre vacíos “carriles bici”, aunque le constaba que eso no aumentaría la velocidad de sus pasos, y comprobó, al rebasar la sucursal de Caixabank, que permanecía en el mismo punto del asfalto la cucharita de plástico amarilla y transparente que alguien dejara tirada días atrás, después del helado de turno.

Damos por sentado que Dios sabe, conoce, ve todo lo que ha sido, lo que es y lo que será, que es como reconocer la existencia del fatalismo; o que las cosas no tienen vuelta de hoja.
Qué vértigo, nene.    

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