Desde que la
RAE, seguramente pusilánime y también resignada a lo ¿inevitable?, decidió ir
concediendo facilidades cobardes al empleo del idioma español, como
consecuencia lateral de “globalizaciones”,
“tendencias”, llanezas falsamente “democráticas”,
ecumenismos postconciliares y toda la morralla restante, andamos (los del
bachillerato de cuando se estudiaba) defendiendo y, en minoría, claro, una
posición que no es de mera y antojadiza disidencia ni de numantina rebeldía,
sino de muy noble y respetable insumisión.
Porque nunca
se justifica abaratar las palabras y su escritura; quizá todavía menos las que
quedan redactadas con toda su carga de permanencia. Y tampoco deberíamos hacerle
ancho camino a la imprecisión y al descuido en algo importantísimo que los
humanos hemos ido elaborando para procurar ser más claros, más altos y, ojalá,
más limpios que las bestias.
-¿Utopía?
-Puede que para ti. Pero me parece que la buena
ortografía y sus signos, ahora tan caprichosamente alterados, no son cosa
baladí. Y que los extendidos complejos contra la distinción aristocrática (la
de la cultura, la de la inteligencia) no deberían empujarnos a una villana
montonería, asumida para no “desentonar” con el miedo a señalarnos.
-¿Autorizar a cualquiera para discernir la
oportunidad de una tilde?
-En esa senda discurre nuestra RAE, quién lo
diría.
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