De las
personas que lo conocieron algo, o que creían conocerlo, nadie lo habría
propuesto (¿y con qué necesidad?) como un ejemplo de carácter valeroso, de
ánimo audaz.
Ni a él mismo
se le habría ocurrido pavonearse de semejante y arrogante y, en su caso
personal, inexistente cualidad.
Mas por uno
de esos giros del destino (twist of fate,
gracias Dylan), el congelador le deparó algunas asignaturas pendientes.
Así que se
fue atreviendo primero con los taruguetes de bacalao, con los lomos de merluza
que podían prepararse a la plancha con un mínimo desdoro de los resultados y
otro tanto de riesgo en el tratamiento.
Luego,
durante semanas, y con aprensiva cautela, fue considerando la inevitabilidad de
los langostinos/gambones.
Que, a lo
largo de su ya dilatada vida, la generosidad cariñosa le hubiese evitado la
lucha desigual contra el descascarilleo previo, no pasaba de ser una variedad
de la suerte inmerecida, gratuita y fortuita, que siempre agradeció como tal.
Y un buen
día, se decidió. Empezó temprano, en un horario general suyo que, desde fuera,
podía parecer insólito, excéntrico o de cualquier color esdrújulo similar.
Viérais los pormenores del prólogo: la bolsa precavida -para el almacenaje de
los residuos- con la caja de cartón propia de los marineros animalitos a
despojar de su armadura; el cálculo esotérico del período descongelante; la
inmersión aterradora de los dedos (y, peor, las uñas) en las anfractuosidades
insoslayables y por completo contrarias a sus escrúpulos de cocinero y comensal,
rebelde a toda interpretación psiquiátrica y sus posibles tratamientos.
Con atención relativa,
tenía tomada nota del método y los ingredientes: aceite de oliva virgen extra,
ajo (que desde luego no sería otro que la variedad del triturado en bote,
imagínate) guindilla (cayena) y sal a ojo. El recipiente: cazuela de barro,
directa sobre el fuego, bandeja de madera para el aterrizaje y, muy a tener en
cuenta, dos de esos cuadraditos de tela “gordita” (desconozco su preciso
nombre) para atrapar la cazuela antedicha por sus “orejitas” laterales.
No os abrumaré
con la zozobra, el desequilibrio hormonal que, es de temer, haya provocado el
lance; con la subida de la bilirrubina, de la añadida hipertensión…
Los
hipócritas declaran que “no le desean a su peor enemigo” según qué suplicios.
Son tartufos de quienes la gente de bien debemos discrepar.
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