Desde la distante
época en que viví en la Torre de Praga (Madrid) creo que nunca había osado
repetir, por mi cuenta y riesgo, la fórmula de la alta cocina que los manuales
suelen denominar “arroz blanco”.
Se me dirá
con hartos motivos que no reviste especial dificultad esa receta; pero mi
inseguridad como cocinero ha ido a más, acentuada por la duda, la reflexión
cautelosa que nos añaden los años cumplidos, y cierto porcentaje de cómodo
remoloneo que también admito se escudaba en castañas sacadas del fuego por resueltas
y gentiles manos de cariñosa cercanía.
Y hoy, porque
“me se” (el “plegablito” ha desistido
de corregirme a la tercera vuelta) ocurrió que la fecha no por fuerza habría de
rechazar esta suerte de homenaje simbólico, junté valentías y, leyendo varias
veces apuntes históricos y manuscritos, me lancé al vacío.
Que no es
como si un astronauta se viera en el trance de soltar su cordón umbilical con
la nave (la del misterio, o así); y con todo, como las meigas, riesgos haylos.
Os dispensaré
de los detalles, del éxito aceptable del experimento, de la vanagloriosa
sensación de alquimista en funciones que reviste mi ánimo, por tantos avatares
desorientado.
Que sea un feliz
día, que dé permiso a este abrazo para llegar a su destino.
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