Quiero
en primer término definir un modesto propósito: no mitigaré los detalles de mi
oprobio, asumiendo las grietas que experimenta mi carácter, decadente por
inclinación y aquejado de los achaques de la edad.
Y
así, me declaro ocasional espectador del circo romano que constituye la mayor
parte del espectáculo en Tele5, y que algo tiene de laboratorio de autopsias en
el que se desentrañan en sentido estricto, literal, ciertas miserias de nuestra
padecida sociedad.
Cuando
hace años la señora del epígrafe comenzó a volverse una aparición familiar en
esa emisora (que le dicen cadena para que quede más ambicioso y pleno de
poderío), hasta tal punto nos parecía una gallegaza aceptable que le
adjudicamos, en el pequeño comité doméstico, el sobrenombre de “armarito”. El
diminutivo comportaba una bromilla afectuosa, una ironía menor, viniendo de
este servidor que, por la época, lucía generosos 106 Kgs. de peso y volumen a
juego.
Nada
hacía presagiar que a través de sucesivas temporadas la Corredera iría ganando
en continuidad, representatividad profesional, tono de voz afirmativo y poco a
poco, haría aflorar un autoritarismo que crece a despótica amenaza e
intransigencia cuando eclosiona desde su interior la versión ultra de cierta
apoplejía de inexacto feminismo, que ha debido incrementársele con el éxito de
audiencia del documental de marras.
El
colaborador Montero, cuyas conservadoras y con preferencia sosegadas
discrepancias ya merecieron las enfurecidas cornadas del otro figura titular,
corre peligro (se ha visto claro) expuesto al ultimátum colérico y a los
fulminantes anatemas de quien ahora ¿deberíamos llamar abrupta presentatriz?