viernes, 9 de mayo de 2014

Con el viento y la lluvia,



no consumieron el pan sobrante y cortado en trozos pequeños que les dejé ayer en el jardín.
Y esta mañana, más sosegado el tiempo, encontraron con impaciente satisfacción esa suerte de desayuno pendiente.
Dos o tres de los más pequeños observaban a una cautelosa distancia, antes de acercarse. ¿Comida gratis? ¿Dónde está la trampa? Y, demorados en la duda, se les adelantó un mirlo, de color negro, que es cosa insólita, ya sabéis.
Con su mayor tamaño empezó a dar cuenta del pan y eso aceleró la conducta de los otros. Pero cuando se decidieron, encontraron una altiva y resuelta oposición.
Hay que andarse con ojo: el mirlo tiene un canto dulce, de cambiantes e imaginativas cadencias que te pueden hacer soñar con el paraíso, porque la música es mágica, y el oído sensible, conspirando con el cerebro y el resto de finísimos terminales químicos y eléctricos que tenemos instalados, nos lleva embaucados al nirvana.
Así que quién diría que el mirlo, con el hambre adecuada, puede ser un casi feroz defensor de la pitanza, un primo zumosol que hace valer la mayor envergadura, y acaso los músculos adquiridos en el gimnasio, como otro culturista más.
Si se fijan Vuesas Mercedes (atentos a la falsa sabiduría de la estúpida maquinita), está todo inventado.
No sobrará tenerlo en cuenta.

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