Imposible
fuera que una celebridad tan gigantesca no produjese, a tu muerte, notición de
tanto calibre y tan global magnitud que, de modo inevitable, no se viera
atrapado entre dos muros de fanatismo:
De
un lado, la legión infinita de seguidores que te endiosaron durante décadas y
con pétrea ceguera están dispuestos a perdonarte lo que sea, a cambio de las
numerosas satisfacciones que recibieron como vibrantes espectadores de tu indiscutido
oficio.
De
otro, una ciertamente más reducida hueste que te aplicará el rigor de una moral
y unos criterios socioculturales contemporáneos, condenando sin ambages,
incluso ocasionalmente con furiosos e inapelables anatemas, tu conducta
privada, profusa, todo hay que decirlo, en excesos y sobresaltos, aunque desde
luego palidezca al lado de la de cualquier etarra o así, que curiosamente
levanta ampollas muy menores y según de quién (vaya tela) hasta ditirambos e
impasables aplausos.
Para
un distante observador, para un no aficionado, las pasiones que tu fenómeno ha
desatado son una fascinante muestra de energía y de quién sabe de qué más o de
qué menos.